Ausencia de presencia en la huerta

Nicola Durán Gurnsey.  Activista ecofeminista. Implicada en diversas luchas de barrio y de ciudad

La agroecología reivindica formas de producción de alimentos que, más allá de cubrir sólo la necesidad de subsistencia, cubran también otras como la participación, la identidad o la creación. Pero este análisis olvida la existencia de otras necesidades básicas y fundamentales como el afecto o la libertad. En palabras de Gayle Rubin “las necesidades que se satisfacen por la actividad económica, aun en el sentido más marxista del término, no agotan los requerimientos humanos fundamentales”. En efecto, tienen que ser resueltas otras necesidades más allá de lo material para afirmar que una comunidad está llevando a la práctica el ‘buen vivir’ y está poniendo en el centro la sostenibilidad de la vida humana.

Gracias a la acción política de las mujeres campesinas latinoamericanas se introdujo el debate acerca de la necesidad de dejar de tratar a las unidades de producción campesinas e indígenas como conjuntos de sujetos homogéneos y empezar a visibilizar y nombrar los conflictos de género como una cuestión que la agroecología no debía rehuir si pretendía ser una herramienta de transformación social. El debate sobre las tareas que transcurren fuera de la esfera monetaria y sobre el reparto equitativo de los cuidados dentro de la unidad familiar campesina está tan sólo emergiendo.

Siendo consciente de todos los aspectos que, en esta línea, quedan por abordar e incorporar en las organizaciones campesinas, en mi trabajo de final de máster, analicé las vivencias de nueve mujeres lesbianas comprometidas con proyectos agroecológicos. Las sintetizo en este artículo sin pretender extraer una norma para todos los casos ’ni crear una categoría nueva y esencializarla’, sino dando valor a su experiencia subjetiva, irrepetible e incuestionable. Tienen entre 25 y 45 años y la mayoría vive cerca de un núcleo urbano, aunque se trata de lugares de características culturales y sociales muy distintas entre sí como son: Barcelona, Valencia, Santiago de Compostela, Manresa o Girona.

Sentir que no encajas

La sensación general de las protagonistas partía de la base de que las personas involucradas en proyectos agroecológicos, al suponerse sensibles y abiertas, debían tener conciencia de la desigualdad de género y respeto hacia las relaciones sexoafectivas no heterosexuales. Ellas esperaban poder comportarse, entonces, de una manera espontánea y natural en estos círculos. Sin embargo, lo que encontraron no siempre fue eso, y se han visto obligadas a evaluar, mediante sus propias percepciones, el grado de aceptación progresiva del grupo hasta llegar a sentirse cómodas con su sexualidad para poder expresar su afecto de forma natural en los espacios compartidos: asambleas, mercados, encuentros, etc.

Nerea y Arantxa exponían su malestar por la incoherencia de quienes forman parte de proyectos denominados emancipadores pero que al mismo tiempo mostraban actitudes machistas o lesbófobas. Ambas admitían que habían presupuesto equivocadamente que la juventud llevaba implícita una mayor apertura de mente y predisposición a los cambios. Sin embargo, en su cotidianidad interactúan con un ‘llaurador’ de 62 años que, a pesar de no estar conforme con su relación, acepta tratar con ellas, aunque evita situaciones incómodas. A pesar de las diferencias, la relación se mantiene por el respeto del ‘llaurador’ hacia quienes encarnan un relevo generacional necesario para la huerta y, por parte de ellas, por la necesidad de contar con sus conocimientos prácticos sobre el terreno y el oficio. “Estamos empezando. Ninguna sabe básicamente nada. Necesitamos ayuda. O sea, que solas, no podemos”, dice Arantxa.

Otra protagonista, Eva, viajó con una compañera por varias comunidades rurales de la península Ibérica y comprobó que su condición de lesbiana era conflictiva: “No nos sentimos bien porque fuimos a proyectos donde la peña se está manejando en unos lenguajes que no son los nuestros, en unas estructuras de familia que no son nuestras. Para mí, el campo era familias heterosexuales superestructuradas. Con roles que no eran los nuestros. Con dinámicas y divisiones de trabajo que no eran las nuestras. No encajábamos en nada”.

Dulos y Helena, de La Xirivia (Empordà, Catalunya)/ Foto: La Xirivia

Dulos y Helena, de La Xirivia (Empordà, Catalunya)/ Foto: La Xirivia

El entorno era percibido por todas esas mujeres como hostil. La mayoría de ellas, por instinto, manejan de manera cautelosa sus muestras de afecto, por lo que el entorno social y cultural, ejerce una influencia directa. El no poder mostrarse de manera natural y espontánea genera un desgaste en todas ellas. Afirman que la ‘salida del armario’ se vive de manera muy distinta en lo rural y en lo urbano. Aunque la mayoría no ha vivido situaciones de lesbofobia, vivir en pequeños núcleos poblacionales las expone a la mirada ajena, condicionándolas, pese a que señalaron matices según las zonas. “A veces echo de menos el punto este de sentirme anónima”, dice Helena.

Todas coinciden en la necesidad de encontrar espacios, dentro de la multitud de esferas cotidianas, donde sea aceptada su sexualidad. El no contar con un espacio afín próximo, abiertamente comprometido con la liberación sexual, se ve como una carencia. Algunas de manera informal y otras desde el discurso político refieren la necesidad de poder compartir y tejer vínculos con otras lesbianas e incluso de contar con espacios no mixtos. Seguridad, confianza, respeto, empoderamiento o proyección futura son aspectos que subyacen en sus relatos, que de una u otra manera evocan sus estrategias vitales de resistencia.

“O empiezo a montar red y a encontrar otras lesbianas para vivir en el campo y hacer proyectos y crear algo, o me largo otra vez a Francia o no sé dónde”, dice Meix.

El poder de la información y la colisión de roles

Del conjunto de relatos se desprende cómo el prisma de género atraviesa sus vivencias. Su presencia supone en primer lugar una especie de choque social por el hecho de ser mujeres que llevan a cabo sus proyectos sin presencia masculina. Esa ausencia se traduce en la duda del entorno acerca de la viabilidad de su trabajo y, por lo tanto, en el permanente cuestionamiento de sus capacidades. Tenencia y gestión de tierras, regadío, planificación de cultivos, reparación de vehículos, utilización de maquinaria y herramientas han sido tareas de las que tradicionalmente se ha excluido a las mujeres.

“Una mujer con un tractor, o una mujer reparando el autoarranque de un multicultor, o inventándose herramientas como biciaixades. La gente queda como pillada”, apunta Dulos.

En entornos más afines, las protagonistas relataban haber experimentado dinámicas de infravaloración e infantilización realizando las tareas colectivas: los varones tendían a imponer la distribución de las mismas y a querer asumir más trabajo. En la transmisión de conocimientos e información, los hombres acaparan el saber o se muestran recelosos a la hora de compartirlo. En cuanto a las experiencias con los agricultores del entorno, tres de las protagonistas relatan haber tenido que soportar actitudes de burla y menosprecio y haber tenido que superar ‘el aval de la comunidad’: demostrar que eran capaces de obtener una buena cosecha.

“Entonces, los primeros meses era superviolento”, cuenta Eva. «Llegábamos nosotras con el motocultor y venían todos los tíos, empezaban a salir de sus huertas, se ponían en el murito de nuestra huerta así con las manos en los bolsillos como tres horas a observar cómo pasábamos el moti, cómo cogíamos la azada… Nos decían: ¡Uy, qué poco duraréis! ¿Vosotras ya sabéis pasar el multicultor?”.

“Al principio de regar, […] ¡cuántos agricultores venían a decir que es lo que teníamos que hacer! La otra compi, sólo por la presión de los tipos que vienen, no quiere regar sola nunca”, cuenta Arantxa.

Mirando hacia el futuro…

En nuestra sociedad, la imposición de la heterosexualidad por parte del patriarcado (heteronormatividad) actúa como barrera de lo que debería ser una inmensidad de posibilidades de relacionarse sexoafectivamente y determina el autoestima de quien siente no ser del todo aceptada. No sólo castra la sexualidad de las mujeres, sino que este régimen heteropatriarcal replica un único modelo de familia considerado como el normal y se aprovecha de los cuidados y las tareas reproductivas necesarias para la sostenibilidad de la vida. La agroecología no puede seguir obviando estos aspectos clave si pretende devenir una práctica de vida transformadora.

La condición de lesbiana es el resultado de la influencia mutua y simultánea del género y la sexualidad. Podría ser interesante profundizar hasta qué punto interviene en cada momento cada uno de estos dos prismas opresivos ya que, en muchas ocasiones, los desencuentros de las mujeres con las que hablé parecen más vinculados al género al ser mujeres en contextos rurales tradicionalmente masculinizados. Asimismo, en la vivencia de cada una de las protagonistas entran en juego otras variables como la edad, el lugar de origen o la clase social. Añadir elementos en el análisis de la realidad nos sumerge en un universo de infinitas posibilidades necesario para escapar de los corsés a los que nos somete la concepción binaria de la misma. Cada vez son más las propuestas de cambio social que nos incitan a romper con las dualidades de todo tipo: heterosexual/no heterosexual, hombre/mujer, trans/cis, joven/adulto, rural/urbano, público/privado, etc. ¿Cómo impregnar de todo ello la construcción de nuevas ruralidades?

El vínculo y la complicidad con otras lesbianas las mueve a tejer sus propias redes para dotarse de nuevos espacios de más seguridad y confianza para el intercambio de saberes. Por ejemplo, han organizado unas jornadas de mujeres, bolleras y trans rurales en un centro social del Camp de Tarragona donde se hicieron talleres de mecánica, bioconstrucción, manejo de motosierra, entre otros; y han debatido acerca de las redes de cuidados y cómo se pueden asumir de forma colectiva. En esta línea ha habido otras iniciativas como el Ladyfest Rural, un encuentro que se celebró en Asturias en 2014, y también el Festival Agrogay de Ulloa, en Galicia.

Los círculos ecofeministas en el entorno rural no flaquean y, puesto que desde la agroecología se aboga por una “recampesinización del campesinado”, sería necesaria la incorporación inmediata de la diversidad sexoafectiva en esta propuesta, y de paso facilitar procesos emancipadores más ricos e inclusivos.

 

Este texto fue publicado originalmente en el número 25 de la revista Soberanía Alimentaria, dedicado al debate de la distribución alimentaria.