He conocido a personas que le pedían a Dios que les hiciera heterosexuales: yo cada noche me acostaba pidiendo a Dios que me hiciera ateo
José Luis Serrano
Ilustración de Ana Penyas

Ilustración: Ana Penyas

¿Cómo explicar eso que está tan dentro de ti que ni tú mismo estás tan dentro a veces? Está lejos de mi intención convencer a nadie, salvo a mí mismo de nuevo. Llevo luchando contra ello desde que tenía diez o doce años. Otras personas que he conocido le pedían a Dios que les hiciera heterosexuales: yo cada noche me acostaba pidiendo a Dios que me hiciera ateo. La homosexualidad sin embargo siempre me encantó. Pero con mi sentimiento religioso (luego hablaré de ello para concretar) no estaba a gusto. Y lo malo es que tanto eso como mi orientación sexual venían de serie. Eran yo antes que yo. Y luego conocí a Don Juan.

Don Juan era un cura que hablaba bajito. Era pequeño y con el pelo raro y débil. Feo. El hombre era feo. Pero cuando hablaba veías a Dios. Dios era Don Juan. O todo lo que Dios debería ser era aquel hombre sencillo que no amenazaba ni prometía sino que se limitaba a admirar la luz, las estrellas, la luna, las vides y el trigo. Cuando él hablaba no impostaba la voz ni usaba palabras rimbombantes ni retumbaban las paredes de la iglesia. Ni siquiera leía el evangelio. Lo contaba a su manera, para todos, de forma natural, como el que cuenta lo que ha hecho durante el día. No era una misa de niños sin embargo: era la misa mayor y él era el párroco. Más de una vez vi a mi padre llorar cuando Don Juan hablaba. Mi padre decía que no íbamos a oír misa sino a sentirla.

Pero yo ya había decidido que a mí no me convenía creer en Dios, más que nada porque algún otro cura imbécil me había contado cosas en un confesionario de las que yo ni siquiera había oído hablar, pese a que él insistiera en que las confesara. Así que me empecé a interesar por la ciencia y me puse a leer libros y más libros de física, biología, química o matemáticas para ver si en alguno de ellos encontraba la anti revelación, a ver si, como San Pablo, me caía del caballo pero al revés. Para ver si podía responder a la pregunta última ¿por qué hay algo y no más bien nada? Luego me fui a Madrid a estudiar matemáticas esperando al fin alejarme de la alargada sombra de Don Juan: la post movida, Malasaña, el ambiente gay. Pero allí, una tarde de otoño, delante de un chico de ojos verdes que me acariciaba la mano cuando me pasaba el mini de cerveza, decidí que iba a dejar de luchar. Gödel, Turing, Heisenberg, Schrödinger, Wittgenstein e incluso Bertrand Russell me lo habían puesto fácil. Y aquel chico más. Que sí, que lo llevaba dentro, que no podía evitarlo: que creía en Dios. Llámalo Diosa, llámalo energía, llámalo esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, llámalo anomalía en el hipotálamo. Yo decidí llamarlo sentimiento religioso.

Y creía en Dios porque yo estaba en Madrid. Hubiera creído en Mahoma, en Buda, en Visnú o en Júpiter o Zeus dependiendo de circunstancias únicamente geográficas, cronológicas o culturales. Es más, muchas veces he envidiado a los que creían en sus dioses respectivos en Tánger, Benarés o Mandalay. Ojalá hubiera podido creer en todos, o más bien, puesto que creo en todos, ojalá me hubieran dejado hacerme oficialmente creyente de todos para vivir esas misas ortodoxas en Bulgaria, esos hipnóticos bailes en círculo en Chechenia, las bodas y los cánticos judíos, la salmodia en hebreo, los entierros balineses, los templos del fuego del zoroastrismo, andar descalzo y encender varitas de incienso en las estupas birmanas, soltar palomas, ranas, pintarme círculos en la frente y ofrecer collares de caléndulas, entregarme a la santería, al canto georgiano, ser una niña sueca con una corona de luz por Santa Lucía, ver la procesión marina de la Virgen del Carmen, quemarme en Benarés, peregrinar en romería a un morabito norteafricano, vivir a Dios en una iglesia de Harlem cantando y bailando, recogerme en una celda de un monasterio de Ávila y fundirme con el Amado, ser un derviche… ¡Me conformaría con ser un derviche!

Porque lo que no puedo evitar por más libros que lea, por más que Dios mantenga su silencio, por más explicaciones científicas que se le den a todo, es que eso que tengo dentro me aporte serenidad y felicidad. Y no es una promesa de algo futuro e intangible sino que es presente y es tangible y me hace ver la vida como la veía Don Juan, como un regalo, y disfrutar del presente y pensar que solo hay presente y notar en ese presente que soy creado a cada instante, que un segundo de olvido de Dios me deshace, me desaparece.

Por lo demás, las jerarquías y las iglesias oficiales me importan un bledo casi siempre, particularmente la católica en la que me incluyo, y no tengo absolutamente ningún problema en criticar a nuestro papa Francisco o en admirar a otras muchas personas que, dentro de la propia iglesia, hacen cosas hermosísimas. Pero tampoco me puedo quedar callado cuando se acusa a las religiones de todos los males de la humanidad, porque no es verdad (como si no hubiera existido la revolución cultural en China, por poner un ejemplo de entre otros cientos). Y de la misma forma y con la misma convicción con la que lucho por mi orientación sexual lo hago y lo haré por mi sentimiento religioso. Porque estaba ahí antes de mí. Porque era yo antes que yo.

Parafraseando a Chus Lampreave: ya me gustaría a mí no creer. Aquí iba a estar yo. Así que cada noche rezo. Rezo como el que medita. Escribo como el que reza. Trabajo como el que reza. Coso como el que reza. Rezo como el que cose, como el que trabaja, como el que escribe, como el que medita. Y me sirve.