Rosa y los callejones

Rosa ya no vive en el barrio, pero lo conoce con todo lujo de detalles. Nadie que conozca ahora Bilbao La Vieja se creería que habla del mismo barrio. Sus referencias son completamente distintas a las que tendrán hoy las vecinas de la zona. Rosa habla de una mina, de pasadizos, del callejón de Cantarranas y de una plaza que no se parece en nada a la de hora. Busca en el mapa sus escenarios, pero no los encuentra todo: los recuerdos de una niña no caben los fríos planos. Apenas queda nada de los callejones que ella recuerda de aquel barrio de callecitas y callejones: saltando un pequeño muro se podía cualquiera colar en su casa. Rosa iba al colegio a la plaza Corazón de María, al centro que estuvo funcionando hasta que se construyó el centro de Miribilla. Descubrieron las ruinas del antiguo Convento de San Francisco y convirtieron la plaza en lo que es ahora porque no consiguieron construir el parking que querían. Recuerda el patio de su colegio, que llamaban ‘la jaula’ porque “era una jaula”. Ella dice que era una jungla. Nadie llamaba a casa si faltabas al colegio. A la hora del recreo, todas corrían para observar atónitas una de las escenas más habituales del barrio: el momento en el que los yonkis se buscaban la mejor vena para pincharse. Ellas, sin saber bien por qué, les lanzaban las botellas de cristal después de beberse el batido. Sólo querían hacerles rabiar, sin motivo aparente. Hoy se sorprende porque recuerda también que en el barrio se les acogía con cierto cariño. La mayoría eran hombres y Rosa recuerda cómo su madre les bajaba cazuelas de alubia. “Era el hijo de la vecina del al lado, que lo estaba pasando mal”. Los reproches se mezclaban con las muestras de afecto porque el problema con las drogas era el problema de pitopitogorgorito. Le podía tocar a cualquiera, te podía tocar en cualquier momento.

 

Hace años que Rosa no vive en el barrio y recuerda la sorpresa que provocaba decir a otros vecinos de Bilbao que eres de San Francisco. Ella nunco tuvo miedo. Eso sí, no disfrutaba si andaba sola por Las Cortes. En alguna ocasión, con 10 o 12 años, se recuerda corriendo a casa porque algún coche la seguía. En las Cortes, la calle vinculada tradicionalmente con la prostitución, estaba el culto al que iban Rosa y su familia. “El culto protege. Es algo increíble. El culto está a tu disposición, con todo lo bueno y todo lo mano. Yo me acuerdo de lo que pasó con mi primo, que fue una pasada. Me acuerdo de cómo venían a mi casa el pastor, el responsable  y diez hombres más. Le cogían de la pechera y se lo llevaban al culto. Día a día, día a día, pero no te hablo de una temporada, ¿eh? Durante años”. El culto es una forma de vida, un lugar de encuentro, de recreo, de disfrute, de religión, de ocio y de vida. Hay actividades durante todo el día, es el lugar de referencia para las personas gitanas en distintos momentos de la vida. Rosa es muy crítica con el Pueblo Gitano, pero conoce y presume de las virtudes de su gente.

 

El barrio en el que creció ella no tiene nada que ver con lo que es ahora San Francisco. En la plaza de Bilbao La Vieja ya no está la taberna de Manolo, el hombre que cerró el bar para llevar a la familia de Rosa al hospital el día que su sobrino bebió lejía por accidente. En la misma plaza, otra mujer tenía una tienda de ultramarinos a la que ella entraba corriendo todas las tardes: “¡Ponme un bocadillo!”, gritaba. Su madre pasaba después a pagar. Pagaba el bocadillo y pagaba en la mercería las medias que compraban para ella sus hijos. Regalos sorpresa de esos que pagabas tú: “Íbamos a la mercería a comprar el regalo de cumpleaños de mi madre, normalmente unas medias, que luego pagaba ella. La arruinábamos, claro, porque ¡éramos 8 hijos”. Lo que no sabe Rosa es si su madre luego devolvía esas medias.

 

El barrio es un desierto en la memoria de Rosa. Ella habla de montañas de arena, de “mogollón de calor” y de una mina enorme con un castillo. Recuerda al vigilante que mandaba correr a los perros, de toda la extensión que ocupaba una mina que ahora ya nadie recuerda. Ella no recuerda intervención policial contra la droga ni contra el vigilante, pero en su memoria aparece con nitidez la policía en los 80, cuando Bilbi se empezó a parecerse un poco más a lo que es hoy. Recuerda las carreras, las pancartas y el humo. Es de sus últimos recuerdos en el barrio. Su familia llegó a San Francisco tras décadas de vida errante para asentarse en un barrio de contrastes y cambios permanentes.

 

No queda nada ya de lo que vivió Rosa. Y, sin embargo, todo sigue entre los callejones.